lunes, 22 de julio de 2013

CAPITULO 1

                                                           




                                                       LA ÚNICA MUJER

-Y ahora, veamos, ¿quien hace la primera oferta por esta pequeña dama?
Lali Esposito se movió nerviosamente en la plataforma situada en el impresionante ruedo de la Granja Winwood. Llevaba puesto el único vestido que tenia y mostraba una sonrisa insegura. Le molesto que la llamaran " pequeña dama ". Se recordó que la subasta era por una buena causa, la razón por la que avía donado dos meses de entrenamiento de caballos. A cambio, se arriesgaba a que la dejaran a un lado por alguien de mas experiencia.
-Venga, señores y señoras -dijo el subastador- Denle una oportunidad. Es buena.
-¿En que? -pregunto desde un rincón un bollacho vestido con un esmoquin.
Lali le dedico una mirada de desprecio que el hombre no parecía notar. Estaba casi al final del evento y los mecenas que quedaban, prestaron poca atención cuando la nombraron por segunda vez. ¿Y si nadie se molestaba en ofrecer lo ni siquiera lo mínimo?, pensó ella
-Quinientos dolares -grito el borracho
-Cincuenta mil dolares
El murmullo de la sala fue silenciado por la voz que ofreció la astronómica cifra, desde el fondo del ruedo. Lali se quedo helada. No comprendía quien podría ofrecer semejante cifra.
-Cincuenta mil, ¡A la una! ¡A las dos! ¡Vendido al caballero que esta al lado de la puesta!
 Lali giró el cuello para ver quién era el misterioso hombre que había apostado.
Pero como era bajita lo único que pudo ver fue un hombre de espaldas, vestido con un
traje tradicional árabe, marchándose del edificio. Debía de ser un aristócrata, supuso
Lali. No era extraño en los círculos de las carreras de caballos.       
Probablemente tuviera más dinero que sentido común. O tal vez sus intenciones
fueran turbias. Esperaba que no se confundiera y supiera que sólo estaba comprando
su entrenamiento con caballos. Si buscaba otro tipo de servicio, estaba equivocado. No
pensaba dejar que se le acercase, aunque ofreciera cincuenta millones de dólares.
Lali dirigió una mirada de agradecimiento al subastador y bajó los escalones lo
más rápido que pudo con sus tacones, le dio su copa a un camarero que iba de un lado a
otro y se abrió paso entre la gente hacia la salida, que estaba en un lateral del
edificio. Salió a la cálida noche de Kentucky, contenta de dejar atrás la alta sociedad,
por no mencionar al borracho.
Se alegró de poder marcharse a casa. Mañana ya se ocuparía del hombre que
había apostado.
Cuando estaba en la acera que la llevaba al aparcamiento, un hombre de piel
oscura y traje oscuro le bloqueó el paso.
—Señorita Esposito, al jeque le gustaría hablar con usted.
—¿Qué?
—Mi jefe es quien ha comprado sus servicios y quiere hablar un momento con
usted —el hombre gesticuló hacia una limusina negra que ocupaba buena parte del
bordillo.
De ninguna manera iba a meterse con un extraño en una limusina, aunque fuera un
príncipe que hubiera invertido mucho dinero en el hospital de niños.
Lali metió la mano en su bolso y le dio su tarjeta.
—Tome. Que me llame el lunes para hablar de los términos del acuerdo.
—Insiste en verla esta noche.
Lali estaba perdiendo la paciencia.
—Mire, señor. Le repito que no estoy interesada en hacerlo ahora mismo. Por
favor, dígale a su jefe que le agradezco el gesto y que nos veremos pronto.
El hombre no se inmutó.
—Me ha dicho que si usted me daba problemas, tenía que plantearle una
pregunta.
—¿Qué pregunta?
—Pregunta si sigue soñando con las estrellas.
El corazón de Lali sintió una convulsión. Volvieron los recuerdos de hacía siete
años. Recuerdos de estar tumbada en la hierba, bajo un cielo a punto de amanecer,
sola, ahogada en lágrimas, hasta que él había acudido a su lado. Recuerdos de un
despertar sensual que había empezado con una tragedia y había terminado con una
experiencia agridulce. Un momento especial, un hombre inolvidable.
Un amor verdadero.
«¿Por qué sueñas con las estrellas,Lali? ¿Por qué no soñar con algo más
tangible?».
Su voz volvía a su memoria, dulce, profunda y seductoramente peligrosa. Aquella
noche, en su tristeza, ella se había acercado a él, y luego él la había dejado sola,
olvidada, a excepción de un regalo muy preciado, que le servía para recordar cada día
lo que no iba a tener jamás.
Lali sintió frío repentinamente.
—¿Y cuál es el nombre de ese señor? —preguntó, aunque temía que ya lo sabía.
—El jeque Juan Pedro Lanzani
Lali lo había conocido por Peter. Había sabido que su familia poseía una gran
fortuna, pero no lo había conocido por el título.
Había sido el mejor amigo de su hermano mayor, y se había pasado la mayor
parte del tiempo en su casa en la época de la universidad, como miembro adoptado de
la familia. Ella había sido una adolescente absolutamente fascinada por un hombre
exótico que le había tomado el pelo de mala manera. Siempre la había visto como la
hermana pequeña de Daniel, hasta aquella noche, apenas cumplidos sus dieciocho años,
cuando la tragedia había cambiado su vida. Irónicamente, sólo unas horas antes, otra
vida le había sido arrebatada.
Pero de eso hacía mucho tiempo. Agua pasada, como decía el proverbio. Y ella no
quería desenterrar el dolor o volver a ver a Peter, porque sabía que corría un gran
riesgo si lo hacía. Un riesgo para su corazón y para el secreto que le había ocultado
durante años.
El hombre caminó hacia la puerta de la limusina y la abrió.
—¿Señorita Esposito?
—Yo no...
—Entra, Lali...
Aquel tono de voz tan profundo, la atrajo contra su voluntad. De repente se vio
entrando en la limusina, como si ya no tuviera control sobre su cuerpo ni sobre su
mente. Algo que había ocurrido desde que lo había conocido. La había hecho cautiva de
sus encantos, de su trato fácil, de su aire de misterio, y de sus caricias.
La puerta se cerró y se encendió una pequeña luz, revelando a un hombre
reclinado en el asiento de piel. La miró en silencio.
Era cualquier cosa menos un extraño para ella. Lo miró un momento. El corazón le
latía aceleradamente, como si quisiera escapar de su pecho, como ella quería escapar
de él. Pero no se podía mover, no podía hablar cuando la miraba.
Se quitó el turbante de la cabeza como si quisiera demostrarle que era el mismo
hombre que el de años atrás. Pero no era el mismo totalmente. Los cambios eran
sutiles, fruto de la madurez sin duda, pero seguía siendo guapo. Con el mismo cabello
grueso negro que se le rizaba en la nuca, la misma mandíbula masculina, la misma
deliciosa boca. Aunque sus ojos casi negros parecían fatigados, no tenían el brillo y la
frescura de su juventud.
Seguramente los de ella expresarían desilusión, y sorpresa.
Lali hizo un esfuerzo por ser fuerte en su presencia.
—¿Qué estás haciendo aquí, Peter?
Petet sonrió con aquella sonrisa devastadora, con aquel hoyuelo en su mejilla
izquierda. Pero pareció querer reprimírsela, del mismo modo que Lali intentaba
reprimir su reacción ante un gesto tan devastador.