miércoles, 24 de julio de 2013

CAPITULO 3

                               
                                                        LA UNICA MUJER

Desde su regreso a Barak había hecho que su guardaespaldas y confidente, Kiko, siguiera el rastro de la vida de Lali. Pero hacía unos meses, cuando tenía
planeado viajar a los Estados Unidos, Kiko le había revelado finalmente que Andrea
tenía un hijo de seis años. Daba igual lo que le había dicho Lali aquella noche. Peter
sabía que el niño era suyo. Coincidían demasiado las fechas para no serlo. Tenía
intención de probarlo y de ocuparse de que el niño tuviera todo lo que necesitase,
aunque no pudiera reclamarlo, ni a él ni a Lali.
No podía prometer nada a Lali, sólo darles todo lo que necesitaran. Jamás
podría decirle todas las cosas que sentía como hombre. No podía contarle las veces
que había estado a punto de renunciar a sus riquezas, a su herencia, para volver a
estar con ella. Jamás sabría que no había pasado un solo día en que no hubiera pensado
en ella, que no la hubiera añorado.
Era el Jeque Peter Lanzani, hijo primogénito del rey de Barak, heredero de su
padre, y estaba unido a su familia, a su país, por el deber. Y atado a un matrimonio por
conveniencia con una mujer que jamás había tocado. Una mujer a la que jamás iba a
amar. Porque su corazón siempre había sido y sería de una mujer que no podría tener: Lali Esposito.


—¡Mamá! ¡Hay un coche negro muy grande en la puerta!
 Lali se quedó helada. Llevaba en las manos la ropa que su hijo iba a llevar al
campamento de verano. Había tenido la esperanza de que aquello no sucediera aquel
día. Había esperado que Peter no se pusiera en contacto con ella hasta el día siguiente.
¡Si al menos hubiera sacado a Agustin de la casa, habría podido evitar aquella escena!
—Quítate de la ventana, Aguntin.
—¿Por qué, mamá? —el niño se dio la vuelta, confuso.
—Porque no es agradable mirar a los extraños, por eso.
Agustin no le hizo caso y siguió mirando por la ventana.
—Tiene una toalla en la cabeza y lo acompaña un hombre muy grande.
—Agustin Daniel Esposito, ven aquí ahora mismo, y ayúdame a juntar tus
cosas, si no, perderás el autobús.
Con un suspiro, el niño se dio la vuelta y la siguió.
—Sólo quiero mirarlo.
Y ella era lo que menos quería. Prefería que su hijo se marchase al campamento
primero. Luego se ocuparía de las preguntas, o exigencias, que pudiera haber.
—Mete el cepillo de dientes en la bolsa con las medicinas. Luego elige algunos
libros y asegúrate de que llevas papel para escribir a casa.
—¿Luego puedo conocerlo?
—Hoy, no. No sé qué quiere. Seguramente se marchará antes de que termines de
hacer las maletas.
—Me daré prisa —Agustin salió de la habitación.
Se alegró de que fuera al cuarto de baño del pasillo y no al de abajo.
Tocaron el timbre.
—Iré yo —se oyó desde abajo.
—Iré yo, Julia —gritó a su tía, con la esperanza de detenerla—. Yo...
—¡Dios santo, Peter!
Demasiado tarde. Debía de haber advertido a Julia que tendrían visita y quién
sería exactamente.
 Lali bajó lentamente las escaleras. Abajo estaban su tía, el guardaespaldas, y el
padre de su hijo.
 Julia miró a Lali.
—¡Mira quién ha venido! Lali, es nuestro Peter.
Nuestro. ¡Qué raro sonaba en aquel momento! Así lo habían llamado hacía años.
Pero no era su Peter. Excepto aquella noche, nunca lo había sido, ni lo sería. Lalii forzó una sonrisa y habló con los dientes apretados.
—Pensé que llamarías primero.
—¿Y que estuvieras sobre aviso?
—¿Qué es esa bata que llevas? —preguntó Julia, indicando su túnica.
—Mi camisa de fuerza, me temo.
—No pareces loco —dijo Julia—. ¡Se te ve muy bien! Y ahora ven aquí y dame un
abrazo. Peter abrazó a Julia, alzándola en el aire. Una vez que la volvió a dejar en el suelo,
preguntó:
—No estarás haciendo café de esos que hacías, ¿verdad?
Julia le sonrió.
—Sabes que siempre tengo puesta el agua. Ven a la cocina y siéntate un rato.
El guardaespaldas permaneció en la puerta mientras Lali seguía a Julia y a Peter.
Cuando llegaron al office, Julia le sirvió una taza de café y dijo:
—Voy a subir a ver qué hace el niño. Vosotros dos podéis charlar.
Dejó a Lali sola frente a su pasado.
Peter movió la silla y la puso de espaldas al ventanal, el lugar donde solía ponerse
en las cenas familiares.
Lali no quiso sentarse, y lamentó lo cómodo que se había puesto Peter, como si
fuera a quedarse un rato largo. Y parecía realmente cómodo, como si nunca se hubiera
marchado. Pero lo había hecho. No podía creer que Julia lo hubiera recibido como si
sólo hubieran pasado unas semanas desde su marcha, como si nada hubiera cambiado.
Cuando todo era diferente.
Pero Julia siempre había querido a Peter, tanto como había querido a Daniel y quería
a Lali. Como quería a Agustin.
—¿Mamá?
Lali dirigió la mirada a la puerta. Su hijo estaba de pie, mirando a aquel hombre
que le llamaba tanto la atención. No se veía a Peter, lo que la llevó a pensar que su tía
tenía algo que ver con la espontánea presentación de padre e hijo.
 Lali no sabía qué hacer, qué decir. Pero si no actuaba con naturalidad, Agustin se
daría cuenta de que sucedía algo. Y no quería asustarlo.
Lali le dio la mano.
—Ven, cariño —le dijo.
Cuando Agustin se acercó le dijo:
—Corazón, este es el señor Lanzani.
Peter se puso de pie, y Lali notó inmediatamente la fascinación en sus ojos, la
innegable emoción que sentía mientras miraba a su hijo. Con aquel cabello negro grueso
y esos ojos color café, era la viva imagen de su padre. Era inútil seguir negándolo.
—Soy Peter—dijo Peter, por fin, sonriendo al niño—. Y puedes llamarme Peter.
Chance abrió la boca, sorprendido.
—Se llama como yo, quiero decir, lo de Peter. Yo me llamo Agustin Pedro Damian Esposito. La tía Julia a veces me llama «cosita» —dijo, como si le desagradara.
—Tienes un nombre con mucha personalidad —Peter sólo miró a Lalide reojo, y
volvió la atención a su hijo.
Ella notó nuevamente el brillo de arrepentimiento y de tristeza en su mirada.
Pero Lali decidió que no podía conmoverse por aquello. Por el bien de su hijo.
Julia volvió a aparecer en la cocina.
—¡No te asustes, cosita! Dale la mano al señor. Es un viejo amigo.
Agustin miró a Lali. Ella asintió en señal de aprobación. Entonces el niño se
acercó a su padre y le dio la mano. La sonrisa de Peter demostró lo orgulloso que
estaba. Lali no podía culparlo. Ella había sentido aquello por su hijo desde el día en
que había nacido.
Después del saludo, Agustin preguntó:
—¿Qué es eso que llevas en la cabeza?
—Es un kaffiyeh —respondió Peter.
—¿Para qué es?
—Es parte de mi ropa oficial. Vengo de un país muy lejano. Soy un jeque.
—Bueno, ¡quién lo hubiera dicho! —murmuró Julia.
—¿Y eso qué es? —preguntó Agustin, sorprendido.
—Un príncipe —afirmó Lali, aliviada de que Peter no le hubiera dicho al niño que
era su padre.
—¿Como El Principito? —preguntó el niño.
—Más bien como «Aladdin» —explicó su madre.
—¡Oh! —miró a Peter detenidamente—. ¿Tienes una alfombra mágica?
Peter se rió. Aquella risa despertó aún más los recuerdos de Lali.
—Me temo que no tengo alfombra mágica.
—Sólo un coche negro muy grande —dijo Agustin, aparentemente decepcionado.
 Lali tomó la mano de su hijo decidida a sacarlo de allí antes de que hiciera más
preguntas.
—Cariño, es hora de que te marches al campamento. Si no nos marchamos,
perderás el autobús.