viernes, 2 de agosto de 2013

CAPITULO 7


¡Ojalá ése fuera su hogar!, pensó Peter mientras estaba de pie en el granero.
Había querido ir al establo primero, su lugar favorito. Un lugar donde había
pasado muchas horas con Lali y con Daniel, ayudando en las labores diarias,
limpiando, dando comida, dando agua a los dos caballos que habían pertenecido a Daniel y
al padre de Lali, antes de su muerte. Y un lugar donde también habían ocurrido
otras cosas, gracias a una joven que no pudo decir «no».
Ya entonces Lali llevaba a algún caballo para domesticar, la mayoría de las
veces por placer, no por el dinero.
En la actualidad, de la docena de establos, sólo estaban ocupados cuatro, uno por
el potrillo de Agustin.
Aquello no era suficiente. Él necesitaba ayudar a Lali a adquirir algunos
caballos para entrenarlos inmediatamente.
La mayoría de los que él poseía eran de una sociedad, pero eso no quería decir
que no pudiera tener uno que le perteneciera sólo a él. Él tenía el don de saber
comprar, razón por la cual había ido a Kentucky. De hecho, se había acercado a la
subasta después de echar el ojo a una yegua de dos años. Con una llamada telefónica,
la yegua sería suya, aunque estuviera valorada en medio millón de dólares. Eso no
importaba. Después de todo, había pagado una suma importante por el entrenamiento
de Lali; así que podría invertir un poco más para un buen fin.
Pero primero, debía arreglar los establos.
Después de revolver en el cobertizo para encontrar un martillo y clavos, Peter se
puso a trabajar para hacer del granero un lugar más útil. Lamentablemente, se golpeó
más de una vez el pulgar, pero se alegró del dolor. Durante siete años no había hecho
nada más que trabajo de oficina, puesto que el trabajo manual estaba considerado
bajo para la realeza. Pero Peter estaba en América ahora, en un granero, no en Barak,
así que podía disfrutar del trabajo manual.
—¿Qué diablos estás haciendo?
Se dio la vuelta hacia la entrada y vio a Lali mirándolo con extrañeza.
—Estoy arreglando los establos, antes de que se vengan abajo —dijo entre
dientes, puesto que tenía dos clavos en la boca.
Lali caminó hacia él y se detuvo, con los brazos en jarras.
—Por si no te has dado cuenta, no hay ningún caballo en el establo, y dudo que
pueda haber alguno pronto.
—Te equivocas, Lali.
—¿Qué quieres decir?
—Acabo de comprarme una yegua —o lo haría cuando terminase el día—. Por si no
te acuerdas, he ofrecido un montón de dinero por tus servicios, y espero recaudar
dinero a cambio de mi inversión.
Peter no podía quitar la vista de su camiseta blanca y de sus vaqueros gastados
que se le ajustaban a las caderas como una segunda piel.
Se excitó, dando cauce a un deseo que llevaba ahogado mucho tiempo. Y
recordándole que Lali podía excitarlo sin proponérselo.
Lali se acercó a él y apoyó un hombro en el establo. Lo miró y dijo:
—¿Quieres decir que realmente te interesa que te entrene un caballo?
—Eso es precisamente lo que quiero decir.
Le hubiera dicho también que sería mejor que llevase sujetador, por el bien de
los dos, pero no lo hizo.
Ella frunció el ceño.
—¿Y cuándo se supone que estará aquí ese caballo?
—Haré que lo traigan dentro de dos días. Así tendré tiempo de arreglar el
establo.
Lali sonrió y lo miró, divertida.
—¿Y piensas hacer esto con la ropa buena?
Peter se miró los pantalones y la camisa.
—Me temo que es lo único que tengo de momento. Iré a la ciudad y me compraré
algo más apropiado mañana.
—¿No puedes enviar al señor Riera?
—Lo he enviado al hotel para hacer llamadas. Prefiero que nadie sepa dónde
estoy.
«Y así evitar las preguntas de tu padre», pensó ella.
—¿No necesitas escolta?
—De momento, estoy seguro.
Aunque con riesgo de perder el control en su presencia, hubiera agregado Peter.
—No hace falta que te compres nada, al menos, hoy. Seguro que encuentro algo
para que te pongas.
Peter la miró de arriba abajo. Tenía los pezones erguidos.
—No creo que me sirvan tus vaqueros —dijo.
Ella se cruzó de brazos y agregó:
—Los míos, no. Los tuyos. Te dejaste unos vaqueros aquí. Están en el comodín del
desván.
—¿Y están intactos?
—Sí. Claro que puede haber un problema mayor. Eras más delgado entonces.
—¿Más delgado?
—Sí. Estás algo más relleno.
Peter pensó que lo que estaba rellenando con su excitación era una parte de su
anatomía.
Para evitar una situación embarazosa si lo veía, se dio la vuelta hacia el establo y
examinó su trabajo.
—Si me esperas un momento, te acompaño al ático.
—¿Por qué no podemos ir ahora? —preguntó ella, confusa.
—En cuanto termine con esta tabla, iré contigo. No quiero interrumpir lo que
estoy haciendo.

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